jueves, 1 de agosto de 2019

El Anciano.

Ellos vivían allí, entre los edificios ruinosos, al final del viejo callejón. Tenían que acostumbrarse a estos muros húmedos, con recónditos criaderos de cucarachas y ratas. Pero eran felices. Solo quedaban los dos, sabían que es necesario el fin de unos para que nazcan otros. Una vida acaba, y no sabemos entonces que lo hará, como no podemos prever ninguna muerte, como no podemos saber que quien abriga nuestras noches y nos mira desde el umbral ya no estará más. A pequeña escala, una pareja es un equipo de sensatez y promesa de seguridad. Era un sitio agradable, porque en las noches de invierno, frías y duras, el calor que desprende la pared de la cocina durante las horas más frescas le abrigaba, aunque para unos ancianos la humedad es cruel, pero una sopa caliente ser tan deliciosa como inalcanzable al anochecer. En las mañanas le bastaba con un café o una infusión recién hecha. En verano la habitación es oscura, su aire denso, todo el día hace un calor exagerado para el verano y los ancianos duermen la siesta intentando que las horas hasta el anochecer sean menos de las que eran. Pero en la pérdida, no todo se acaba, quedan recuerdos, fantasmas, mensajes. Queda una prueba de que se estuvo allí, recuerdo de otras calles, otros paseos, las margaritas en flor en ciertas esquinas, una risa, una voz, que les acompañaba en esas tardes de las que ahora un viento lejano les separa. Con esa carga siguen su marcha. La vida da muchas vueltas, ahora mayores, ancianos, permanecían en pobreza, entre insectos y animales callejeros, pero un día él trabajó con otros económicos más peligrosos, los del mundo empresarial. Hace ya diez años que empezó todo, y hace justo cinco años, casi cinco años, que esa felicidad se derrumbó para dar lugar a otra vida, con una dolorosa transición. Un infortunio, una negocio mal examinado y todo se fue al garete. Un hombre universitario, en medio de la calle, con su nombre manchado. Muy tarde aprendió a discernir entre el ser y el deber ser. Cuando uno se rompe, cree que muere un mundo, el hogar arruinado, las fotos destrozadas. Cuántos han pasado por esta amarga situación. No sufría por su degradación. Le afligía su pobreza. Le atormentaba su esposa, víctima de sus errores. Cuando andaba perdido ella le dio la mano y lo guio a la claridad, y si alguien le ha enseñado a vivir es ella. En verdad le dolía que cada día la gente tiene menos tiempo para detenerse y mirar al cielo, buscando formas en las nubes. Le dolía que al pedir limosna le dieran menos dinero por su aspecto elegante, aún vestía el frac negro con solapas largas y una abertura central de pico con sus tres botones que dejan ver la elegante corbata. Qué le iba a hacer, pensaba mientras se acomodaba en el parque municipal con su mano extendida. Nunca soportó ir a trabajar hecho un desastre.