miércoles, 18 de septiembre de 2019

Killing Me Softly with His Song



Mary canta mi canción preferida mientras sus labios intercalan cada palabra sobre la melodía. Sentado en mi cabina de disc jockey, podía hablarle a las estrellas en mil idiomas, mientras la escuchaba deslumbrado. La miraba y podía acariciar su rostro con solo cerrar mis ojos. Ella sacude su cabeza, echa el cabello hacia atrás y se peina con las manos, como hacen las muchachas. Aplaudo deslumbrado, siento las notas musicales ensartando los poros de mi piel uno por uno. Las luces, extendiéndose desde el escenario, dibujan muecas caprichosas en los rostros. Ella canta mi canción preferida y su voz crea pequeños universos por todo el teatro. La miro y siento unas turbaciones enigmáticas, corrientes eléctricas que avanzan por cada célula hasta llevarme a los límites y exacerba lo poco de lucidez que me queda. Es un sentimiento que me conduce a la liberación. Comienza por los oídos, después magnifica mi tejido neuronal y se expande a lo más recóndito posible de mi consciencia, al final las notas musicales entrechocan en el umbral de mi espíritu, entonces quedo atravesado de lado a lado por emociones inconmensurables. Eran instantes en el transcurrir nocturno que me atrapaban. Sentía su tesitura cuando franqueaba desde un pianísimo para mansamente subir, desde el susurro y hacerla más intensa, hasta un forte, luego descendía hasta pianísimo nuevamente. Así vagaban mis sentidos, amparados y perdidos en sus canciones.
Esa noche en el concierto la tuve aprisionada en mi mirada, aun rodeado por cientos de personas, me descubría solo. Me embriagaba su voz radiante. Su mirada perdida en el público me sostenía por un instante aleteando. Por un breve instante pensé que percibiría, cuando mi alma tocaba la Vía Láctea con mis alas demasiado ligeras, pero tan densas para poder alcanzarla, mientras ella bailaba llevando su cuerpo hacia un paraíso perdido, lejano y vago. Luego daba la vuelta rompiendo la cuarta pared y el público estallaba eufórico, entonces bailaba bajo las luces multicolores que iluminaban el escenario, tranquilamente, con pasos seguros, menudos, resueltos, sensuales, al ritmo de mi canción preferida.
Caminaba a mi lado con un jean corto, una blusa turquesa, y muchos deseos de amarnos. Recordando las impresiones en la noche pasada. Caminábamos por la ciudad con su espejismo de edificios arruinados y sucios, sobre las mismas calles llenas de basura donde jugábamos de niños. Caprichosos los vendedores ambulantes, llaman a los transeúntes pregonando dudosos platos de comida criolla. Los ancianos lentos con sus rostros gastados. Las nubes allá arriba, y más arriba de los techos, el amasijo de nubes que dejan tras de sí desvanecidos dibujos que juegan con el atardecer en el cielo donde nada cuesta, donde todo naufraga. Recorríamos las calles con cierta nostalgia, inconsciente que me despedía de mi amada, ¿Qué sucede cuando al amor se marcha, adónde van nuestros sueños en común, nuestras vidas? La certidumbre moría con la crisis que nos privaba de libertad. Esa noche conseguí una habitación en el Hotel Deauville con un amigo bar-tender que trabajaba allí. Esa noche hicimos el amor mientras ella cantaba mi canción preferida con voz queda como si me arrullara.
En la mañana, al salir del Hotel Deauville, la media luz amarilla del amanecer, añejada, rutilante iluminaba las calles. Detrás, en mi memoria, iban quedando las cosas de aquel día de verano. Una clara embriaguez nos deslumbró en la soleada amanecida resplandeciente. Un grupo numeroso de personas caminaban por la acera del Malecón, apenas se podía ver el agua azul y mansa o escuchar la espléndida acústica del oleaje y su olor a salitre suave del golfo. Entonces escuchamos un murmullo de personas, el sonido de una multitud que bajaba a toda prisa por la calle Galiano. Pensamos que había ocurrido un accidente. Cuando contemplamos al fin los rostros transfigurados por la violencia de quienes gritaban, supimos con absoluta certeza, que estábamos equivocados. Había algo mucho peor que los gritos. El odio. Nos quedamos mirando aturdidos parados en la acera, tomados de manos, como unidos en un mismo instante por la palidez y el pánico. Empezamos a percibir que algo extraño sucedía: había empujones, alaridos, codazos, gritos de dolor, nombres voceados al azar, cabezas heridas. Corrimos hacia la entrada del Hotel Deauville todo lo veloz que pudimos. El miedo invade muy rápido, es capaz de irrumpir antes de tener conciencia de él. No recuerdo aún por qué, a pesar de estar abrazados, nuestros cuerpos tiemblan, nuestros rostros palidecen, los gritos afuera, suben de tono y antes de entender del todo lo que significan, una brutal descarga de adrenalina nos paraliza al ver los policías disparando al aire, hombres corriendo descalzos, mujeres gritando con el pánico reflejado en sus semblantes, sus frases se confundían en el aire inquieto, después de romper en pedazos los cristales del hotel, los hombres no sabían distinguir en cual dirección escapar, los gritos perduran toda la mañana, por un instante era un murmullo sordo que se alejaba o se acercaba y en otro instante extinguirse, para luego regresar. El vestíbulo del hotel parecía cada vez menos seguro. Al atardecer logramos escapar de allí. Fuimos caminando a su casa, Mary vivía cerca, en Neptuno y Amistad. Era el verano más asfixiante que recordaba, agosto del año 1994. El periodo especial no cedía, apremiaba inventarnos otra vida, ampararnos del mundo real. El tema diario eran las protestas en el Malecón habanero. Toda la noche ocurrían apagones, esa noche no hubo y aun así la mañana no resulto más fresca. Quedamos en vernos dos días después.
Sentados en el malecón, sus manos estrechaban las mías. La avenida quedo oscura de golpe. Sentíamos el aire enrarecido nocturno y la súbita impresión de que nuestros miedos se desataban. Era un apagón impenetrable. De pronto la ciudad en tinieblas, atormentadora y vertiginosa se poblaba de tristezas. Todas las fachadas deslucidas destacaban la arquitectura centenaria de los edificios. De hecho, ya no había calles, se desdibujaban los bordes y aceras. Estábamos sentados frente al Morro, detrás el parque sembrado de álamos y almendros, en sus tranquilos ramajes se distinguía un leve movimiento provocado por una brisa mansa, cálida, que colmaba las calles de una ciudad también inmensa e inundada por la oscuridad. Todos llevamos el miedo por dentro solo hace falta un poco de dudas para sacarlo a la luz. Nos marchamos evadiendo montones de escombros abandonados en las calles y las aceras, huellas recientes durante las protestas que habían ocurrido el día anterior. La noche era fuliginosa y algunos autos pasaban, dejando olor a gasolina recalentada, los jardines del Anfiteatro Habanero olían a flores marchitas, a hojas podridas, la bahía emanaba olor a alquitrán, nuestras vidas, a tormentas y pantanos.
Dos días después fui a buscarla. Un vecino me entrego un sobre cerrado. “Ella se fue con la familia” me comento en voz baja. Camine pensativo hasta el Paseo del Prado, me senté en un banco. Por un buen rato pensé en un mundo sin Mary, un reino sórdido sin música, sin amor, sin su figura pálida y delgada. Cuando leí la última frase, me percaté de que apretaba fuertemente las mandíbulas. Fue como mirarme sin reflejo en un espejo. Como si entre aquellas palabras y yo no existiera un vínculo real. Bruscamente extendí los dedos y recorrí en el papel las letras como si las trazara. Creí sentir que palpaba sus manos con mis propios dedos y la sentía a un extremo de mí mismo, sobre el papel. Estaba ya tan alejada pero aún me pertenecía. Sonreí desolado, recordé leer en algún lugar que toda historia de amor es siempre la historia de una obsesión. En mi mente, Mary cantaba muy bajo mi canción preferida.
Ha transcurrido mucho tiempo, sus palabras de despedida fueron las últimas para mí, las escuche aturdido, no recuerdo esa noche en el Malecón, cuáles fueron. Un sueño que continua siendo sueño. Sus últimas miradas como el resultado de ese sueño, se han descolorido en mi memoria para siempre, su despedida fue un enigma, un soplo detrás de las cortinas de una época violenta; siempre recordaré la doble silueta en los cristales rotos del Hotel Deauville, perpleja y angustiada, ofreciendo a mi memoria ingrata, una imagen viva, intensa, inolvidable, enteramente mía y sin embargo agitando todavía en mi abrazo, amable, osado, hasta que la revuelta popular desapareció, nublada por los gritos lejanos mucho antes de que el tiempo se la tragara, a la vuelta definitiva en Galiano y San Lázaro.
Camino por el pueblo de Regla, es tarde y el sol aún es fuerte. La bahía esta calmada y un mar de olas aquietadas bañan los espigones de madera podridos. Las gaviotas, pequeñas y blancas, justo en sus vuelos rasantes, adivinan las sardinas apenas perceptibles que nadan en grupos. Allí, en un fugaz instante miro la pequeña cúpula, la iglesia de Regla, sus aislados árboles se yerguen a sus lados y al costado comienzan las estrechas calles y se tiene la impresión que puedes coger todas sus casas con las manos, como juego de naipes, y desprenderlas una a una. Al frente gran parte de la bahía azul brillante, tiene de fondo la ciudad. Cuando caminaba entrando a la iglesia observé pocos turistas. Una mujer compra flores. Es Mary. Me mira sorprendida y aparta la mirada pensativa, lentamente regresa su mirada, me reconoce y sonríe con alegría, apenas nos damos tiempo para el dolor. Nos abrazamos y balbucea, “Lo siento mucho.” Sus ojos se humedecen, mi corazón late rápido veinticinco años después, solo puedo decirle. “Mary, canta mi canción preferida.”
Siempre que estoy solo pienso que pudimos habernos encontrado otras veces en cualquier sitio y fuimos incapaces de reconocernos. Tal vez fuimos víctimas de una torpeza, el desconcierto o el olvido, Encontrarte, ha sido una invitación a cavilar sobre el poder que la vida tiene para abrirse paso y poner otra vez en marcha la rueda de los días. En las noches de agosto escucho el ritmo de mi canción preferida, esa melodía, allá sonando en un tiempo profundo, cerca del Hotel Deauville y el Malecón, en ese agosto caluroso de 1994 y las protestas, bruscamente empujadas hacia el olvido, este sitio extraño bañado por el mar, donde guardo los sueños exultantes de ese breve momento. Noté que habías cambiado, que tus cabellos recogidos disimulan las canas, que tus pechos y caderas no son las mismas, que tu voz había claudicado, hablas diferente, que aquella voz que esculpía la melodía, ahora esta desganada, pero tus ojos son los mismos, mezclados con la luminosidad del cielo. Habrás notado que he cambiado, cuando entraba a Iglesia de Regla, comprabas azucenas, me vistes y quedaste como adivinando durante un segundo quien era, se congeló el presente en tus ojos, solo se aferraban a la lejanía, las despedidas de nuestros sueños. Sobre las páginas donde escribo, obstinadas, siempre burlonas, aletean las palabras a las puertas de mis recuerdos. Han pasado tantos años. Finalmente habíamos sobrevivido, pero ambos supimos que a un costo que solo paga la vida, como si una angustia permanente y necesaria nos atara sin remedio a las páginas que escribimos, y nos desmenuza amorosamente,